viernes, 16 de febrero de 2007

Otras minificciones

Ella y Él

La Soledad lo había perseguido, sin descanso, durante toda su existencia.
En su lecho de muerte, él le preguntó con su último aliento:
-¿Por qué a mí?
Ella se ruborizó, bajó sus ojos, y le contestó:
-Porque te he amado toda la vida...














Soledad 1. Laura Manesevich.

martes, 13 de febrero de 2007

El fulgor del amor
(Extraño cuento de amor, del libro: Los ojos del insomne)
.

Era la víspera de la partida. Un batir de alas habitaba mi estómago, desde que el sol escaló el cielo e iluminó el alfeizar, cubierto de macetas con flores, de la ventana de mi habitación.
En el transcurso del día, terminamos los preparativos y quedamos listos para enfrentar lo que el porvenir nos deparara. Hasta el más mínimo detalle había sido tomado en cuenta. Incluso había arreglado mis asuntos legales y pagado todas mis deudas. Mi cuantiosa herencia estaba a punto de permitirme realizar el sueño de mi vida. Era el máximo jefe de un pequeño ejército de mil hombres equipados con el armamento más moderno. Un ejército que me seguiría a la gloria de la conquista de la leyenda que llenaba mis días y mis noches, desde aquel instante en el que empuñé, en la plaza de armas del castillo de mi padre, mi primera espada de madera para el adiestramiento, y mirando con fijeza a los ojos de mi oponente, descargué el primer golpe mientras le decía: ¡Hacia la conquista de la maravillosa tierra de La Maga!

El día se convirtió en tarde y la tarde en noche con rapidez de vuelo de insecto... Decidí con algunos de mis oficiales jugar unas partidas de cartas para matar la ansiedad. Teníamos nuestro cuartel general en La Flecha Negra, la más concurrida hostería de la populosa, cosmopolita y portuaria ciudad de Letris, capital del reino de Letralia.
Sentados a una larguísima mesa en compañía de marinos, viajeros, mercenarios y algún que otro espadachín a sueldo de los señores de la ciudad, bebimos vino de Oporto y jugamos. Fue una noche de mucha suerte. Gané todas las partidas, dejando sin blanca a muchos. Lo tomé como un buen augurio, pero no sabía que la mayor ganancia me esperaba con la derrota de mi último oponente, un viejo y extraño hombre que decía venir de ultramar. Partida tras partida, fui echando sus monedas en mi bolsa de cuero repujado. ¡Linda bolsa! Me dijo el viejo. ¡Sobre todo ahora que está llena de tus monedas! Gritó alguien. Ya sin dinero, de tanto intentar ganarme, el viejo me ofreció como pago algo que consideraba de mucho valor, y extrajo, desde lo más oscuro de su alforja, unos manuscritos... Desde que los tomé en mis manos noté lo antiguo del papel y lo añejo de la tinta. Parecían páginas de un diario... Como despertaba la curiosidad de todos, invité otra ronda y me aparté para valorar el manuscrito. Pasé con rapidez mi vista por los párrafos y las páginas. No eran muchas, apenas siete, tenían notas breves y escritas de forma apresurada, con una letra que me era familiar.
Lo que me animó a aceptar las estrujadas y gastadas páginas, no fueron las palabras del extraño viejo que repetía, mientras me miraba de forma enigmática: ¡Estos papeles son muy valiosos para usted! Fueron escritos por un explorador, un hombre que se adentró en La selva de los pasos perdidos hace muchos años, buscando un sueño, persiguiendo, quizás, los destellos de un espejismo... ¿Cómo los obtuvo? Le pregunté, Unos cazadores de la tribu de los Ancuará me los trocaron, en una ruta de especias, por cuatro rifles y una cantimplora llena de ron. Dicen que los encontraron a orillas del Río Negro en una bolsa de cuero... repujada. Mientras revisaba los manuscritos el viejo continuaba mirándome de forma extraña.
Me apresuraron a aceptarlos como pago, y a guardarlos con rapidez en mi bolsa, dos cosas la primera, que se repetía en varias partes del manuscrito, del nombre que me obsesionaba desde mi niñez, La Maga... y la segunda, la letra del manuscrito, que pese a estar deformada por la rapidez de la escritura y lo maltratado de los manuscritos, me resultaba muy conocida... Jugué una partida más, y me disculpé con el argumento de las altas horas de la noche, y de nuestra partida al amanecer. Me retiré con mis oficiales, después de desear un feliz descanso a todos, e invitar en nuestro honor una última ronda, esta vez de hidromiel. Cuando pasé junto al mesón vi al extraño viejo sentado junto a él. Parecía ebrio, con la cabeza caída sobre el pecho. Al llegar a su lado, se incorporó, me tomó por un brazo, buscó mis ojos, y me dijo, sin que se notara en él ningún indicio de borrachera, En tus ojos habita el laberinto y el reflejo... Cuida tu reloj de arena y tu corazón en la casa de la devoradora de hombres. No bastan la fuerza de tu brazo, ni tus mil hombres para atravesar la selva que la protege... Sólo tú cruzarás el umbral del palacio de La Maga, entonces querrás estar todavía en esta noche, en esta hostería de la víspera de tu partida... Tomé su mano con firmeza y la arranqué de mi brazo. Noté entonces, en el dorso de su mano, el símbolo de los curanderos de ultramar. Lo miré a los ojos. Fue entonces cuando me dijo: He viajado en el tiempo para advertirte... Sé que no reconoces el papel porque lo comprará tu lugarteniente en el camino, pero ¿No te es familiar la letra? Miré entonces el cuello del viejo. Una cadena de plata, no muy larga lo adornaba. De ella colgaba otra más pequeña y delgada que parecía haber sostenido una joya, u otro objeto. El viejo notó mi mirada y me dijo, Sostenía una pluma de águila... Una noche, cuando sólo quedábamos tú y yo, la dejé sobre tu pecho...
No quise escuchar más a aquel loco y subí a trancos la escalera. Sentí que era seguido por la mirada penetrante de aquel extraño viejo. Llegué a la puerta de mi habitación y entré con rapidez. Encendí el velón, extraje los manuscritos y me senté a la mesa.
Era un diario que parecía describir los avatares de una expedición emprendida hacia la mítica tierra de La Maga, que según las leyendas se encuentra en el centro de la impenetrable selva de Los pasos perdidos. La misma tierra hacia la que yo iba a partir al amanecer. A los papeles en mis manos, los consideré el segundo buen augurio de la noche. Guardé el manuscrito, me descalcé, apagué el velón y me acosté vestido.

Al otro día, antes del alba, bajé con rapidez las escaleras, hice que le pagaran al hostelero. Le pregunté sobre el viejo curandero de ultramar y me respondió que no había visto a nadie con esa descripción en la velada. Lo miré a los ojos y vi en ellos que decía la verdad. Olvídelo, le dije, y salí a unirme a mis oficiales, ya ansiosos sobre sus cabalgaduras. En los ojos de mis oficiales vi los destellos que el fulgor de lo porvenir, animan.
Deteniéndonos sólo para abrevar a las cabalgaduras, llegamos en la noche al lejano pueblo de Molino de Agua, donde encontramos a mi ejército y a mi lugarteniente. Le encargué reclutara un curandero para la expedición, preferiblemente uno de ultramar, curtido en los avatares de las luchas en el nuevo mundo.
En la madrugada, me desperté sin poder conciliar el sueño y volví a releer las poéticas e inquietantes palabras del manuscrito... No estaba fechado. Comenzaban con el día uno y luego había un vacío en el tiempo. El diario se retomaba el día 2190 de la expedición. Su trascripción completa es la siguiente:

Día 7.
Soy el temblor del niño que abandona la mano paterna y se lanza en carrera hacia ese otro yo que se avizora en el horizonte.
Soy el ansia frenética del explorador que busca sumergirse en el laberinto de unos ojos, buscando fragmentos de antiguos reflejos que flotan en el aire.

Día 2190.
He penetrado hasta lo profundo de la selva y me he detenido ante el umbral del palacio de La Maga, han sido seis años de viaje. Todos los guías, en la medida en que nos acercábamos a este palacio considerado maldito por los habitantes de Letralia, me fueron abandonando. Mis hombres también me han ido abandonando, asesinados por los invisibles hombres que habitan estas tierras, muertos por animales terribles o insectos traicioneros. El joven curandero de ultramar fue el último en hacerlo. Cuando desperté en mi hamaca, al amanecer, había partido. Encontré sobre mi pecho la pluma de águila que llevaba colgada en su cuello.

Día 2191.
Estoy sentado al borde del sueño de esta mujer con voz de ala y manos de sable.
Tomo la punta del hilo, lo amarro con fuerza en las raíces de un árbol y desovillándolo, atravieso la puerta.

Día 2193.
Una luz dorada me cubre. Camino entre la arena. La música llena el espacio y resuena extraña en mi pecho. Recorro con la vista el infinito del pasillo que se abre ante mí. Sólo relojes de arena cuelgan de los muros.
La voz del curandero llena mi mente: “En el palacio de La Maga, los relojes de arena son monumentos a instantes del pasado, entre los que ella flota como una aparición”.
Día 2200.
Allí, al final del pasillo, está La Maga. Se acerca vertiginosa hacia mí. La voz del curandero reverbera en mi cabeza como cristales rotos: “No mires al abismo de sus pupilas, no mires siquiera la punta de sus pies o el ondular vaporoso de su vestido”.
Intento seguir su consejo, pero no puedo dejar de observarla con la oblicuidad de mis ojos entrecerrados. Finjo que busco en los muros señales de los sucesos que detuvieron el eterno movimiento de arena y viento de los relojes. Mis manos arañan la piedra, sin poder concentrarme en la escritura tallada.

Alada. Claudio Pescio.

Día 2205.
La Maga levita a mis espaldas, me observa. Siento su respiración en mi cuello. Cierro mis párpados por un instante y cuando los abro, sus ojos están junto a los míos. Desenfunda, entonces su cuerpo y mis manos naufragan en su talle.
El hilo se desata de mi cinturón y vuela con rapidez hacia la puerta por un pasillo que ha dejado de ser recto y se ha convertido en la columna vertebral de un laberinto. Del laberinto de los ojos de esta mujer que es cuerpo cálido, caricia, néctar y estremecimiento. De esta mujer que es nube, niebla y viento.

Día...
Ya no sé dónde estoy, ni qué tiempo ha pasado... No encuentro la conciencia de la continuidad de los días...
Tengo mirada sólo para los ojos de La Maga. Tengo oídos sólo para las voces que hace surgir de su arca. Sus dedos, apenas acarician la cítara y orlan una música de lejanías. Su voz conjura y reinventa historias que el vórtice de las aguas trae del pasado.
Cuando la Maga me mira y avanza hacia mí, vuelvo a ser el ansia frenética y el temblor del niño. Ya no soy el explorador, soy el territorio. Si hay aquí una exploradora, ella es.
No sé si vivo en la realidad o en el sueño...
Mi reloj se detuvo hace mucho tiempo, me despojó de él La Maga, danzando alrededor mío, con esas manos que al rozarme, sumergen mi garganta en el dulce y cortante vidrio de un placer lleno de ancestrales reflejos. La Maga, pies de diamante creando formas alucinadas en el vidrio de mi corazón...

Hoy, al final del doloroso éxtasis del amor, en medio de una extraña duermevela, tuve un sueño: vi a mi otro yo con sus brazos listos para estrecharme. Corrí a fundirme con él en un abrazo y se escurrió como agua, dejando entre mis dedos: un ruido de palmeras mecidas por el viento y el ovillo de hilo, que recuerdo me acompañaba en mis primeros pasos dentro de esta casa. Intenté atar su punta a la raíz del recuerdo, pero no logro viajar más allá del momento en el que abandoné la selva y crucé las gigantescas puertas...

Sólo puedo tejer la historia de lo que pasó, umbral hacia dentro, en este palacio de la muerte de los relojes, en esta palacio del fulgor del amor, en esta casa de paredes como espejos que me miran cuando las miro y me devuelven la visión de un rostro que se ha extraviado en su propia memoria.

Hago las anotaciones con la pluma de águila que me dejó el joven curandero. ¿La habrá dejado sobre mi pecho, aquella noche, para que pudiera escribir ahora?

He salido del palacio. Es la última vez que lo haré. Me he cansado de querer escapar. El Río Negro debe estar cerca, pero cada vez que voy al encuentro de sus aguas, por mucho que camine, vuelvo siempre a las puertas del palacio de La Maga. Por eso, he llegado sólo hasta este punto en el que sé que al dar un paso más comenzaría mi regreso al palacio, en el extraño círculo que habita esta selva y del que ya no puedo escapar. Meteré estos manuscritos en mi bolsa de cuero repujado y los colgaré de una rama, quizás alguien llegue a este extraño límite, la encuentre, y mis palabras puedan iluminar otros ojos...
En el Año del Nuestro Señor de (sin fecha).
Fin de las anotaciones.

Al amanecer, con el lejanísimo horizonte lleno de las brumas de la Selva de los Pasos Perdidos ante nosotros, nos formamos para la marcha. Mi lugarteniente se colocó junto a mí, señaló hacia atrás y me informó que ya teníamos al curandero. Me volví en mi cabalgadura para mirarlo y vi a un joven de rostro quemado por el sol y los vientos. En el bolsillo de su casaca desabotonada, llevaba bordado el símbolo de los curanderos de ultramar. Sus facciones me parecieron conocidas. En su pecho vi una cadena de plata, de la que colgaba una pluma de ave...
Sintiendo en mi costado el calor intenso que brotaba del manuscrito, levanté el brazo para ordenar el inicio de la marcha, el inicio de la expedición, pero no lo bajé. Me volví y miré otra vez al joven curandero. Sus labios, en una sonrisa, dejaron ver sus blanquísimos dientes...
Ante los ojos ansiosos de todos. Miré hacia el sol, respiré profundo y pensé en La Maga, en su territorio que con la fuerza de mi corazón, de mi espada y de mis hombres, me aprestaba a conquistar. La voz y las extrañas palabras del viejo curandero de la hostería llenaron mi mente, repercutiendo como cristales rotos, En tus ojos, habita el laberinto y el reflejo... Sólo tú cruzarás el umbral del palacio de La Maga, entonces querrás estar todavía en esta noche, en esta hostería de la víspera de tu partida. Sonreí. El camino, como una larguísima serpiente violeta se extendía ante mi cabalgadura.
Bajé con fuerza mi brazo, mientras espoleaba el corcel.

lunes, 12 de febrero de 2007

La pulsera
(Último cuento corto escrito).

Ordenando su ropero halló su olvidado maletín de viaje. Estaba lleno de sus antiguos casetes. Con manos de nostalgia los revisó, acomodándolos con alegría junto a sus CD’s.
En la noche, como Él no iba a venir y estaría sola, eligió el casete del concierto en vivo de aquel cantautor español que le ayudó a esculpir los sueños de su existencia...
... casi lloró cuando la cinta se trabó en el equipo de música.
Sacó el casete. Cortó la parte dañada y fijó nuevamente la cinta.
Con el pedazo inservible, se hizo una pulsera que le daba varias vueltas a su muñeca; y continuó el viaje por el paisaje de sus años, con los ojos húmedos...
Al otro día, mientras almorzaban, Él, miró su muñeca y le dijo con risa burlona: ¡Esa pulsera, es una cinta de casete enrollada!.. Ella sonrió de forma extraña, mientras le decía: ¡Esta pulsera es única, tiene grabada una canción de Serrat!
Él, sin comprender, la vio levantarse, tomar su bolso, y alejarse, perdiéndose entre la multitud del mediodía.




No creo que... Mariano Sotelano Salas.